martes, 1 de enero de 2008

Gente buena

En estos días, aunque sea un tópico y hasta incluso dé un poco de vergüencilla reconocerlo (sobre todo si, como yo, ni siquiera eres creyente), supongo que es inevitable acordarse más que de costumbre de los amigos que ya no están entre nosotros. Y el domingo pasado, mientras leía en El País Semanal el artículo de Javier Marías cuyo comienzo he pegado a continuación, me pareció que podría estar hablando de Igor Medio, un buen amigo que falleció en junio del 2006 en un accidente de circulación.
Ya sé que esto no tiene nada que ver ni con escribir guiones, ni con el cine ni con los cómics ni con ninguno de los temas que normalmente abordo en este blog, pero por una vez... me vais a perdonar el “off topic”:

Las personas ligeras

En la entrevista que Juan Cruz le hacía a Miguel Delibes hace unas semanas en estas páginas, aquél le recordaba unas palabras escritas por éste acerca de su mujer, Ángeles, muerta hace ya muchos años: “Entonces dije esa gran verdad de que, con su sola presencia, aligeraba la pesadumbre del vivir. ¿Puede decirse de alguien algo más hermoso?” Y Delibes contestaba: “Esa bella frase sobre mi mujer no es mía. Es de Julián Marías, que la dijo por primera vez en mi recepción en la Real Academia. Me dejó con un nudo en la garganta pensando: Exactamente eso era ella”. Yo vi de niño alguna vez a la mujer de Delibes, Ángeles, y aunque sólo guardo un recuerdo leve y difuminado de ella, esas palabras de mi padre, asumidas luego por el viudo aún joven, suenan plausibles en mi brumosa memoria. Una mujer sonriente, atractiva, pausada, con un aspecto juvenil. Una imagen sumamente agradable y, en efecto, dotada de ligereza en el mejor sentido del término.

He conocido a unas cuantas personas así a lo largo de mi vida. No muchas, claro. Si abundaran, el mundo sería bastante más grato de lo que suele serlo. Entre ellas, quizá más mujeres que hombres. O sin duda. Según contaba Vicente Aleixandre, su amigo García Lorca era así: alguien que, nada más aparecer en cualquier sitio, lo animaba e iluminaba con su simpatía y sus bromas afectuosas; que se interesaba por el que estaba mohíno y acababa arrancándole una sonrisa o haciéndole ver su panorama, durante un rato, menos negro de lo que lo tenía. De manera muy distinta, supongo, es así Fernando Savater, quien en más de una ocasión ha hablado de la “obligación de la alegría”, incluso en momentos de su vida en los que, visto desde fuera, parecía imposibilitado para cumplir con ella. Pero la mayoría de las personas con capacidad para aligerar cualquier pesadumbre que se han cruzado en mi camino no eran famosas, en modo alguno. No salían en la prensa ni en las televisiones, quizá porque carecían de ambición y no tenían el colmillo ni mínimamente retorcido, y en este país casi siempre hace falta retorcérselo un poco de vez en cuando, sólo sea para defenderse, o va uno listo. Tampoco poseían esa alegría empalagosa, postiza, a menudo estomagante, que derrochan los presentadores y presentadoras de televisión (¿han observado que éstas hablan sonriendo permanentemente –como si tuvieran un cepillo entre los dientes–, algo en verdad difícil de hacer a menos que se aprenda la técnica y se esté fingiendo?) o algunos actores y cantantes. Y, sobre todo, tenían ciertas dosis de ingenuidad verdadera, algo hoy tan mal visto o poco apreciado. Lo que luce más es estar de vuelta de todo, mostrarse incrédulo, pensar mal de los demás y por supuesto practicar la maledicencia.

Y sin embargo hay personas –en España es una proeza encontrarlas– que con su sola presencia obran un efecto benéfico en quienes las rodean.

Para leer el artículo completo, aquí.